El Horror de Dunwich pertenece al ciclo narrativo llamado “Los mitos de Cthultu”. H.P. Lovecraft, maestro del terror, cuenta la historia sucedida en el viejo y siniestro pueblo de Dunwich, lugar en el que sus pobladores “…han llegado a constituir un tipo racial propio, con estigmas físicos y mentales de degeneración y endogamia bien definidos. (y en el que) su nivel de inteligencia es increíblemente bajo, mientras que sus anales despiden un apestoso tufo a perversidad y a asesinatos semiencubiertos, a incestos y a infinidad de actos de indecible violencia y maldad”. 

En dicho pueblo vive la familia Watheley, la rama degradada de aquella estirpe de la que se corrió el rumor de practicar actos de brujería. Estaba conformada por un casi enloquecido anciano y su hija Lavinia. El relato comienza con el nacimiento de Wilbur Watheley del que se dice que fue engendrado por un conjuro. 

La trama encierra una atmósfera cargada de hediondez, sospechas y extraños hechos como las misteriosas muertes del ganado de la familia Watheley y la desaparición de jóvenes. Lovecraft nos mantiene a la expectativa durante el transcurso del relato más aún por la enfermiza compulsión de Wilbur Watheley por obtener el libro llamado El Necronomicón (El Libro de los Nombres Muertos). Misterio que finalmente es desvelado con un final intenso y espantoso.

El Horror de Dunwich es una muestra más del mundo terrorífico de este autor, en el que seres monstruosos conviven con los seres humanos y luchan contra ellos.

(Fragmento)

“Wilbur seguía creciendo a un ritmo prodigioso, hasta el punto que al cumplir cuatro años parecía como si ya tuviera diez. Leía ávidamente, sin ayuda alguna, pero se había vuelto mucho más reservado. Su semblante denotaba un natural taciturno, y por vez primera la gente empezó a hablar del incipiente aspecto demoníaco de sus facciones de chivo. A veces se ponía a musitar en una jerga totalmente desconocida y a cantar extrañas melodías que hacían estremecer a quienes las escuchaban invadiéndoles un indecible terror. La aversión que mostraban hacia él los perros era objeto de frecuentes comentarios, hasta el punto de verse obligado a llevar siempre una pistola encima para evitar ser atacado en sus correrías a través del campo. Y, claro está, su utilización del arma en diversas ocasiones no contribuyó en absoluto a granjearse la simpatía de los dueños de perros guardianes…”